Dios sobre todos…
«Y pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos» (Efesios 4:1-6).
Si hay algo que el Señor desea que su pueblo entienda hoy es lo mismo que se propuso enseñarle a Israel ayer: «Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio 6:4-5). Los rabinos llaman a este pasaje el shema (oye). Mas, ¿qué es lo que Dios quiere que todos escuchemos, creamos y entendamos? (Isaías 43:10). Lo que el Padre anhela que penetre bien en nuestro corazón y entendimiento es que él es uno, así como uno es su nombre y uno su reino.
Al Señor hay que creerle, conocerlo y entenderlo como él se ha revelado, no como lo perciben nuestros sentidos o lo razona nuestra mente.
¿Qué implicación tiene para nosotros la unicidad de Dios? Al Señor hay que creerle, conocerlo y entenderlo como él se ha revelado, no como lo perciben nuestros sentidos o lo razona nuestra mente. Solo cuando conocemos quién es Dios, podemos saber cómo le adoramos, cómo le tememos y cómo le servimos. Dios le quiso decir a Israel: «Hay muchos que se llaman dioses, en el cielo y en la tierra, pero solo uno creó todas las cosas. Por consiguiente, solo el Creador debe ser reconocido y adorado como Dios». Ese que es Dios único y que está sobre todos, por todos y en todos, solo él es digno de ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Aunque la deidad se ha revelado en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios es uno. La Biblia revela con énfasis la unicidad de Dios. Jesús dijo: «Yo y el Padre uno somos» (Juan 10:30). Nota como Pablo nos enseña, que aunque los dones son muchos y variados, los dadores, aunque son tres, es uno mismo. Veamos:
«Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho» (1 Corintios 12:4-7)
Es interesante que haya diversidad de dones, «pero el Espíritu es el mismo» (v. 4); que haya diversidad de ministerios, «pero el Señor es el mismo» (v. 5); y que haya diversidad de operaciones, «pero Dios [el Padre], que hace todas las cosas en todos, es el mismo» (v. 6). Pablo dice: «Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5). En el pasaje de Efesios 4:1-6 es notable que el Dios que es sobre todos, por todos y en todos, tiene un cuerpo, un Espíritu, una misma esperanza, una vocación, un Señor, una fe, un bautismo, y es Dios, el Padre de todos. La unicidad de la iglesia se logra cuando se entiende en el Espíritu que Dios es uno y que por consiguiente los miembros del cuerpo, aunque somos muchos, somos uno en él. El Dios Único debe ser el todo en todos, y todos deben ser uno en el Dios Único. «Sobre todos» significa que su autoridad y dominio se ejerce en las vidas de los que se someten voluntariamente a él, en el día de su poder (Salmo 110:3). «Por todos» implica que él está a favor y en defensa de todos los que se han sometido a su señorío. «En todos» destaca que él vive y gobierna en los corazones de todos los que creen en su nombre.
Llamados a ser una parte del todo
«Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que
FUISTEIS LLAMADOS … solícitos en guardar la unidad del Espíritu
en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también
LLAMADOS EN UNA MISMA esperanza de vuestra vocación» (Efesios 4:1,3-4).
En la nueva creación que tenemos en nuestro interior, Dios es el todo. La Palabra dice que en esa creación no hay «griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos» (Colosenses 3:11). Es decir que si exprimieras la nueva criatura, todo lo que expele y emite es Cristo, porque él es su todo. La nueva creación no tiene nada de nada, sino todo de Cristo. En el proceso de la santificación, donde Dios está venciendo el poder del pecado en tu vida y en la mía, Dios lo que quiere lograr es ser el todo en nosotros. El objetivo de la obra del Espíritu Santo es que Dios sea el todo en todos. Por tanto, en la obra de la elección, en la justificación, en la santificación, en la predicación, en la oración, en la alabanza, en la adoración, en el servicio, en el compañerismo entre los hermanos, Dios quiere ser el Todo, por lo que el Señor no cesará hasta no lograr ese propósito en nosotros.
Nota el énfasis en este verso: «Todas las cosas las sujetó debajo de sus pies» (1 Corintios 15:27). ¿Qué piensas cuando oyes la palabra «todo»? En una prenda de vestir, por ejemplo, toda la tela utilizada en ella hace «el todo» de una camisa. Desde la tela, el hilo, los botones, las bisuterías que haya en ella, esto hace de la pieza un todo terminado. Ahora, si decimos que Dios es el todo de esa pieza, menos en las mangas, entonces, Dios no es el TODO en esa camisa, porque cuando hablamos de todo, no se exceptúa nada. Así Dios quiere ser el todo en todos. Dios no se conforma con un rinconcito, o cualquier otro lugar, ni con ninguna otra cantidad o posición que no sea el todo. Por eso no se puede decir que Dios haya logrado su propósito en mi vida hasta que no haya sujetado todas mis cosas debajo de sus pies, para que él sea el todo en mí. Así, con esa misma regla, Dios nos ministra a nosotros como individuos, pero también como miembros de su cuerpo, que es la iglesia, porque también en toda nación, tribu, lengua y pueblo, Dios tiene que ser el todo y en todos.
En el libro de Efesios dice: «Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos. Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo» (Efesios 4:1-7). Estos versos ilustran muy bien este pensamiento de la unidad a que nos referimos cuando dicen: «un cuerpo». Y yo pregunto: ¿Cuál es el cuerpo? La iglesia es el cuerpo, y como cuerpo es uno solo. También dicen: «y un Espíritu», es decir que hay un cuerpo y hay un Espíritu, una cosa no subsiste sin la otra. Un cuerpo sin espíritu está muerto, por eso Dios le dio a la iglesia su Espíritu, para que pueda vivir (Santiago 2:26). Luego dicen: «una misma esperanza», y fíjate que no se habla en plural, sino de una sola esperanza, no hay dos. Y esa esperanza está asentada en una sola «vocación», a la que hemos sido llamados todos, para estar sujetos a: «un Señor», no a muchos, a uno solo; «una fe», no muchas, una sola; «un bautismo», no muchos, uno solo; «un Dios», no muchos, uno solo; «y Padre de todos», no muchos, es solamente un Padre para todos; «el cual es sobre todos, y por todos, y en todos». ¡Está clarísimo! Y todos esos «unos» forman un todo, el cual es Dios.
No hay nada sobre la tierra que pueda instruirnos mejor sobre lo que es la iglesia que ese conjunto de sistemas orgánicos que constituye a un ser vivo, como es el cuerpo.
Si nos detenemos en el primer «uno», el cuerpo, tenemos que reconocer que Dios no pudo usar una mejor ilustración para describir lo que es la iglesia. No hay nada sobre la tierra que pueda instruirnos mejor sobre lo que es la iglesia que ese conjunto de sistemas orgánicos que constituye a un ser vivo, como es el cuerpo. Ese organismo es un conjunto de miembros, tal como dice Pablo de la iglesia: «Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros» (Romanos 12:5). Si la iglesia fuera una organización, como creen algunos, no permanecería, pues para ponerse de acuerdo, de forma contraria al cuerpo, tienen que reunirse y discutir por largas horas, y después de muchos pleitos y discusiones, al final, casi nunca están de acuerdo, por lo que algunos deciden renunciar y no volver jamás a reunirse. Y cuando termina el propósito por el cual se juntaron, la organización está dividida y termina su todo. Mas no pasa así con un cuerpo. Nunca vas a ver al brazo en Australia, ni a los pies andando por Brasil mientras el corazón está en las Bermudas y las manos caminando en Las Vegas. Ni tampoco verás (como digo a veces bromeando) al riñón haciendo cita con el médico, mientras el resto del cuerpo se va al trabajo. No hay tal cosa como esa, pues el cuerpo fue hecho en una unidad. Cuando un miembro del cuerpo se enferma, todo el cuerpo experimenta lo mismo, aunque sea el dedo meñique del pie izquierdo, pues todos sufren. El cuerpo es un todo.
Por eso es tan adecuado el cuerpo como una ilustración de lo que Dios quiere representar en esta enseñanza a la iglesia. Vemos, en este tiempo, que la medicina ha tratado de hacer los trasplantes de órganos, y aunque ha habido ciertos logros relativos, son más los fracasos que el éxito que han obtenido. A veces resulta bien transplantar un miembro de alguien en el cuerpo de otro, pero es igual que si no funcionara, porque al que le ponen un riñón de otra persona, por ejemplo, hay que estarle dando constantemente tantos medicamentos, esmerarse con tantos cuidados y limitarse en tantas cosas (para velar para que no ocurra una complicación), que la calidad de vida es tan pobre en la mayoría de los casos, que es casi igual que estar muerto. Cualquier médico puede corroborar lo que digo y decir aún más sobre lo complicado que es todo eso, desde el proceso inicial, en la selección del órgano, hasta el proceso final, donde se toma el riesgo de que el cuerpo del enfermo rechace el órgano transplantado. Rebasados esos problemas, todavía no se puede garantizar que funcione. Reconocemos que es una bendición de Dios permitir un medio para alargarle la vida a una persona pero lamentablemente nada de este mundo es algo perfecto. El cuerpo se hizo para que las partes individuales formen un todo y funcionen como una totalidad. Por eso, los mejores riñones que debo tener son los dos que Dios puso en mi cuerpo, porque él los hizo perfectos y son los únicos que necesita mi organismo, pues ningún otro puede ocupar sus lugares ni hacer su función como ellos lo hacen.
Nota que en el contexto de los versículos de Efesios 4, Dios estaba hablando de permanecer y ser solícitos, diligentes, activos, rápidos en guardar la unidad, para luego empezar a detallar uno y cada una de las cosas que conforman el llamado de la vocación cristiana (v. 3). En 1 Corintios 12:12, refiriéndose al cuerpo, dice: «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo…» Es decir, que a pesar de que el cuerpo tiene muchos miembros, es uno solo. Y aunque cada miembro tiene diferentes funciones e inclusive algunos son más de uno en el cuerpo, como los brazos, los ojos, los oídos, etc., aún así son uno. Por ejemplo, yo tengo cinco dedos en cada mano, pero aunque son muchos no dejan de ser una sola cosa: una mano. Y esa mano, a su vez, es parte del cuerpo, pero no es el cuerpo, y separada de él no puede vivir, se seca.
El cuerpo funciona como una unidad, como lo que es, un organismo. Dios, en su misericordia, nos ha venido diciendo que ya en Cristo logró ser el todo, y por ende en la iglesia, que es el cuerpo de Cristo, Dios también lo será. Él no solamente quiere ser el todo en mí, individualmente, como un miembro del cuerpo, sino también en todos los creyentes como una unidad completa. Dios habla de muchos «unos» que se convierten en un todo: un cuerpo, un Señor, una vocación, una fe, un bautismo. Todo eso es un conjunto de cosas individuales que forman un todo. Por eso, cuando termina, vemos que dice: «un Dios y Padre de Todos, el cual es sobre todos». Sobre todos significa que tiene el dominio sobre todo y que está encima de cualquier posición, autoridad y poder, que sobre él no hay nada ni nadie.
En el mundo Dios no es el todo, pero en esas vidas que tomó del mundo él es y será su todo.
Sabemos que en el mundo Dios no es el todo, pero en esas vidas que tomó del mundo él es y será su todo. Dios es el todo en la nueva creación, por eso, cuando ocurre en nosotros el nuevo nacimiento, nos entregamos a él sin ningún tipo de cohesión, pues su poder y autoridad se nos sugiere de manera tierna y amorosa. Dios está sobre la iglesia, la cual ha sido redimida, y se le ha sometido y le sirve voluntariamente. Por tanto, Dios está sobre todos los que son del cuerpo, sobre todos los que tienen una misma fe, sobre todos los que tienen una misma esperanza, sobre todos los que han sido participantes de ese solo bautismo, sobre todos los que tienen a Jesucristo. Sobre todos ellos, él es el todo. Tiene el dominio y la autoridad sobre nosotros, porque nos redimió y nos compró con su sangre.
Si eres un creyente, Dios está sobre ti. Ahora, ¿reina Dios en tu vida? ¿Tiene el dominio, el señorío, la autoridad, la potestad sobre ti? ¿Vas a la iglesia y te sientas en una silla para que Dios sea el todo? ¿Cantas, sirves a Dios para que él sea el todo? ¿Obedeces a Dios, sigues sus instrucciones y te unes al hermano para que él sea el todo? Es importante saber esto, porque eso nos resume todo en nuestra vida espiritual. Dios te dijo en su Palabra que él quiere que le conozcas, le creas y le entiendas (Isaías 43:10). Y con esa palabra te está resumiendo un libro que tiene como tres mil quinientos años de historia, y tantas áreas de enseñanzas que nunca se terminaría su predicación. Si Cristo no viniera y cruzáramos los siglos, todavía estaríamos predicando cosas nuevas, escribiéndose libros de todo lo que Dios ha dicho. Sin embargo, Dios dice que todas esas cosas, los sesenta y seis libros de la Biblia, con todos los remas y todo lo que se ha sacado de las Santas Escrituras, al final, se resume en una sola cosa: Dios es el todo y debe ser el todo.
Cristo vino para que el Padre sea el todo, y al final va a quitar todo lo que impide para lograr ese propósito. Yo me siento súper honrado de que Dios me haya hecho parte de ese todo, aunque sea una parte muy ínfima en él. Dios nos habla de «uno»: un cuerpo, un espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo y muchas otras cosas, individuales y no menos importantes, pero que solo tienen eficacia cuando forman el todo de Dios. Pensemos en las partes que tiene el cuerpo; en los millones de células, moléculas, átomos, protones y neutrones que lo forman. Ahora aplica eso a lo que estamos estudiando. Vemos, entonces, que nosotros venimos a ser una cosita de ese cuerpo, una ínfima parte entre todos esos unos y todas esas unidades. Dios es el todo y yo soy una pequeñísima unidad en una de esas partes que se llama el cuerpo. Pero ahora puedo decir que soy feliz, porque antes era menos que nada, ni existía, y ahora he sido añadido, y por su gracia soy una partecita de ese todo que es Dios. Una parte quizás ínfima, pero muy importante cuando contribuye al todo de Dios. Pido al Padre que interiorice en nosotros este rema, la parte espiritual de su Palabra, para que entendamos lo que significa ser parte del cuerpo, así como la importancia de ocupar el lugar que nos corresponde y de realizar la función por la que fuimos creados y llamados para ser parte del todo.
¿Qué ocurre en el cuerpo cuando uno de sus miembros se niega a funcionar? Supongamos que el cerebro manda un mensaje a los pies para que caminen y estos se nieguen a ejecutar la orden, respondiendo: «No, hemos decidido no caminar más». ¿A dónde irá el cuerpo? Vayamos aún más lejos, a algo peor, imaginemos lo que ocurriría en el cuerpo si sus miembros se oponen los unos a los otros. Figuremos lo que sucedería si se suscita una rebelión en el cuerpo humano, algo así como relataremos a continuación:
«Sucedió que la lengua —un miembro del cuerpo sumamente peligroso (Santiago 3:5-12) — se rebeló contra el estómago. ¿La razón? Ella alegó que el estómago es muy zángano y majadero, pues solamente está ahí para recibir los alimentos, que con mucho esfuerzo ella deglute, incluso —se quejaba ella— pasando «tragos amargos», para que luego él, que se considera «muy delicado y sensitivo», lo devuelva todo hacia fuera, de manera repugnante y violenta». También añadió el órgano carnoso que ya no podía soportar más que el estómago se aquejara tanto cuando no recibía la comida a tiempo, por lo que haría lo imposible por acabar con sus protestas y quejas. Así que no conforme con tener todos esos argumentos en contra de la bolsa digestiva, la lengua también habló con los dientes y con la saliva sobre el asunto, a quienes convenció a su favor, por algo vivían juntos, ¿no? Los tres se pusieron de acuerdo y le hicieron llegar la voz de protesta a la nariz y a los ojos, quienes llegaron a la conclusión de que ellos también tenían causas, quizás mucho más valederas, para estar en contra de él. Los ojos decían que ellos se cansaban de ver y la nariz de oler y no obtenían nada, por lo tanto, parecía verdad lo que decía la lengua, que el estómago todo lo quería para él. Así que acordaron unirse a la huelga y no trabajar más.
»La mañana pasó y el tubo digestivo no recibió nada de comer durante el día, por lo que empezó a quejarse, entonces la lengua, como portavoz, consideró que era el momento de comunicarle al estómago la decisión que ella, los dientes, la saliva, los ojos y la nariz habían tomado. Así que le dijo: “¡Oh! ¡Ya te despertaste y de inmediato empiezas a quejarte! Pues mira, como habrás notado, hemos decidido no trabajar más para ti. Estamos cansados de complacer tus apetitos y todos tus deseos, ¡glotón! Ya no contribuiremos más a ampliar tu zona de comodidad, pues eres un tragón, holgazán y egoísta, así que si es por nosotros, te puedes retorcer del hambre. ¡Ja!”. Al estómago, aunque conocía la fama de la lengua —lo conflictiva que era—, le tomó de sorpresa el complot, y un frío le recorrió sus paredes, pero no se amedrentó, sino que les dijo: “¡Ahhh! Ya entiendo. Todos se han confabulado en contra mía, pero lo que no comprendo es cómo han podido ser seducidos de esa manera, sabiendo cómo funcionan las cosas. Solo les diré algo, hagan lo que quieran, pero yo seguiré cumpliendo con mi función, aunque ustedes no lo entiendan y me culpen de tantas cosas. Por tanto, haré lo que siempre hago; ustedes no me van a presionar. Para esto fui creado y existo”, y comenzó entonces a clamar por comida». Así que se armó la cuestión: La nariz dijo: “Esta que está aquí no olfatea más”; los ojos dijeron: “Nosotros ni para la cocina vamos a mirar”; los dientes dijeron: “¡Se acabó aquí el masticar!”; la saliva dijo: “Yo no le voy a suavizar la comida a ese vago”; y la boca dijo: “Yo ni siquiera me voy a abrir, ¡zzziip!”. Por lo tanto, como los órganos sensoriales no mostraron ninguna señal, eso impidió que el cerebro se percatara del asunto y diera la orden a las manos y a los pies de buscar qué comer. Así que involuntariamente, sin saberlo, todo el cuerpo se unió y estaba en contra del estómago.
»No obstante, pasadas siete semanas, la cosa se puso seria. Los ojos se quejaron de que no tan solo no podían ver la comida, sino nada, ya que percibían que todo daba vueltas a su alrededor y ellos también. La nariz entonces confesó que desde hacía varios días no aguantaba ningún olor, pues los consideraba demasiado fuertes para su olfato. Los brazos se quejaron de que no podían levantarse. Las rodillas dijeron que se sentían flojas, y los pies aullaban de dolor, porque las piernas no se movían y ellos ya no podían sostener más el volumen de carne y huesos, por lo que temían que el cuerpo se derrumbara en cualquier momento.
»Pero la cosa por dentro no parecía tan sencilla, sino estaba peor. Sucede que el hígado no se había percatado del asunto, y al estar produciendo bilis constantemente, fue llenando la vesícula biliar hasta el tope, por lo que esta empezó a enviar el amargo líquido al duodeno. El duodeno como hacía tiempo no recibía nada de sus otros compañeros, miembros del aparato digestivo, fue reteniendo ese líquido amargo y viscoso, de manera tal que se rebozó y fue subiendo hasta llegar hasta al tubo digestivo. El estómago, al sentir que algo le estaba cayendo, no importando de donde viniera, se empezó a dilatar e inmediatamente se puso a trabajar. No obstante, ese líquido era tan amargo y tan fuerte que su zumo subió hasta el paladar, y los dientes se comenzaron a corroer, y la saliva a secar, y la lengua no lograba hacer ningún movimiento, ni siquiera de expulsión, pues parecía como si estuviera pegada al suelo bucal.
»El asunto llegó a su punto álgido cuando el estómago se contrajo, porque el líquido digestivo y los gases chocaron. El dolor fue tan agudo que —¡por fin!— despertó al cerebro de los sueños imaginarios con los que se consolaba durante la huelga, acerca de cuando todos juntos degustaban esos ricos platos, tan suculentos que hasta los dedos eran relamidos por la boca. Entonces, con una idea fija, el cerebro comenzó a alertar a todo el cuerpo: «¡Busquemos algo qué comer o me muero! ¡Busquemos algo qué comer o me muero! ¡Busquemos algo qué comer o me muero!». Era como un grito desesperado que conmovió hasta la piel, que se erizó y hasta cambió de color. Así que el cuerpo se levantó, y los ojos se movían desesperados, y la boca se volvía agua, de solo imaginar el banquete que se iban a dar. De esa manera, todos empezaron a trabajar por ese único propósito, entendiendo que eran miembros los unos de los otros y dependientes los unos de los otros. Cada quien velaba, y casi rogaba que cada uno hiciese la función que le correspondía, para que todo volviera a la normalidad y pudieran sentirse todos mejor. Y así ocurrió».
«Zapatero a tus zapatos», dice un refrán que aconseja que cada cual se deba limitar a ocuparse de su propia actividad o de lo que entiende, a fin de no entorpecer el trabajo del otro. Por tanto, bien podríamos concluir esta breve alegoría con la lección aprendida: «La unión en el rebaño obliga al león a acostarse con hambre». Sin duda, la unión hace la fuerza. Esto fue solo una fábula, pero la misma nos instruye que cuando una unidad se niega a trabajar en el todo, este se afecta y la unidad por sí misma, también se ve impedida de cumplir o hacer alguna cosa. El todo no es todo si una parte no está implicada en él. Por tanto, podemos ver lo complicado y lo difícil que es para Dios —hablando en términos humanos— completar ese todo. Dios es poderoso, y lo puede y lo va a hacer, pero si analizamos la cuestión profundamente, vemos lo complejo que puede ser. Si Dios tiene cien personas en tal lugar, en las cuales él quiere ser el todo, tiene que unir todas esas unidades. Pero sucede que hay cinco que no entienden ni quieren participar, entonces ya no puede haber un «todo». Es por eso que Dios necesita tu corazón y tu voluntad entregados total y voluntariamente a él para cumplir su propósito.
El todo no es todo si una parte no está implicada en él
Hay un gozo, una paz que sobrepasa todo entendimiento, al ser participantes del todo de Dios, pero hay que saber funcionar en él. Para que funcione, cada unidad debe tener un mismo pensamiento, por eso se habla de una sola fe, un solo Señor, una sola esperanza, un solo Dios y Padre de todos que es sobre todos, por todos y en todos. Si la iglesia tuviera tres esperanzas y tres fe, y tuviera siete vocaciones, entonces fuera un caos, una anarquía, pues los miembros estuvieran divididos de acuerdo a sus énfasis e intereses. Pero Dios no está dividido, por eso es que él, en ese proceso que está obrando en nosotros, quiere conquistarnos por completo.
A Jesús le costó tres años y medio intensivos, y luego continuar a través del Espíritu Santo, para reunir a ciento veinte individuos en el todo de Dios. Los ciento veinte del aposento alto eran unidades, cada una de las cuales tenía una idea diferente, una aspiración diferente, un concepto diferente acerca del reino de los cielos. Por tanto, era necesario reunirlos en una unanimidad, a fin de que todos fueran a predicar una misma cosa: un Señor, una fe, una esperanza, una vocación, un solo Dios y Padre de Todos. Eso no ha sido ni es una tarea fácil. Por eso, hermano mío, tengo que aprender a trabajar dentro de ese todo y entender lo que es un todo, para saber cómo me muevo y funciono en él. Por ejemplo, pensemos en el altar, en la plataforma donde se ubican los cantores en la iglesia. Si hay siete músicos allí, pero no hay armonía, pues unos creen que deben empezar en Do, otros en Re y otros en Fa, sería un caos, no saldría música, sino ruido. Aquel que esté a cargo de la dirección sería el que se vería peor, pues es el responsable de dirigir todo ese asunto. Así de serio es el ministerio del Espíritu Santo en la tierra. Cuando entendemos esta verdad, nos hace amar más a Dios y entender cuánto le costó a Cristo lograr el propósito de la redención, para que Dios sea el todo, y entonces valoramos el trabajo del Espíritu Santo, por la paciencia que ha tenido con nosotros por veinte siglos.
[Tomado del libro “Para que Dios sea el todo en todos” pgs. 391-401 Pastor Juan Radhamés Fernández]
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